En la cultura occidental el conflicto es equivalente a confrontación, pelea, guerra. Recibe una connotación negativa. Esta acepción está ligada al sesgo cognitivo operado por los ordenamientos normativos, los cuales "normalizan" las conductas socialmente deseadas y estigmatizan las que son contrarias a las normas. Si se tratara únicamente de organizar la vida social, no habría problema, pues son necesarias las normas que regulan las conductas sociales. El problema estriba en que:
de una parte, la vida personal y familiar no es ordenada directamente por las normas sino únicamente por el amor de benevolencia, según el primer axioma del Derecho de Familia.
de otra parte, la carga o coercitividad moral que acompaña al criterio de realidad normativo arroja una connotación negativa a los conflictos: las conductas disruptivas o transgresoras de la norma se consideran reprobables desde el punto de vista moral, lo cual deriva en juicios determinantes y actitudes excluyentes.
Los primeros en comprender que los conflictos coadyuban a la cohesión social fueron los antropólogos , quienes afrontaron su estudio como fenómeno humano y no jurídico-legal.
Desde el punto de vista narrativo, las personas pueden conceptualizar autobiográficamente el conflicto, partiendo de la ambivalencia del concepto. Precisamente porque es ambivalente resulta necesario superar tanto la "ambigüedad" como la perplejidad que puede representar para las personas que efectúen el análisis narrativo. Las familias, por su parte, están llamadas a conceptualizar consorcialmente sus conflictos, de forma que no los resuelven desde las normas jurídicas sino a partir del amor de benevolencia y de las exigencias específicas de comunión inscritas en el ser de las relaciones familiares.
El conflicto no puede ser conceptualizado desde un enfoque funcional. Esto es lo que intentó hacer la modernidad con un sistema cerrado de normas jurídicas y morales.