En los ordenamientos normativos, la sanción es un acto de la autoridad que busca el mantenimiento del orden, ya sea en el sentido declarativo -como sucede en las sanciones legislativas- ya sea en el sentido constitutivo, castigando a quienes han transgredido las normas jurídicas.
En los ordenamientos narrativos, en cambio, la sanción es un acto de la comunidad mediante el que se celebran los actos cívicos en los que se expresa el bien común. En este ordenamiento la sanción recupera el sentido etimológico del término: el acto de santificar o consagrar.
Hubo un tiempo que la palabra sanción tenía que ver con la santidad, pero no con la santidad clerical, propia de las narrativas jurisdiccionales y de los ordenamientos normativos del derecho de familia, sino con esa plenitud del orden del amor, cuando las personas se casaban según ritos milenarios. Desde hace unos siglos la sanción es equivalente a la pena merecida por quien incumple la ley.
Hubo un tiempo en que la gente era libre de casarse como quería, sin que se le castigara por ello. Los que se casaban según los ritos milenarios recibían la sanción nupcial -la celebración de algo santo- con independencia de la religión que profesaran. Casarse era un acto santo, la inaguración de la familia, santuario de la vida.
La paradoja de la sanción nupcial invita a cambiar de paradigmas jurídicos.